lunes, 3 de diciembre de 2007

LA LIBERTAD

Escrito por P.Juan Jesús Priego.
EL OBSERVADOR. 2/DIC/2007
ENSAYOS CRISTIANOS
Nuestras predicaciones y nuestras catequesis olvidan muchas veces esta dimensión liberadora de la fe: insistimos en «las verdades que hay creer», en «el dogma que hay que custodiar» y en «la recta doctrina que hay que enseñar», pero casi nunca hacemos ver que esta verdad, este dogma y esta doctrina son eminentemente saludables tanto para el alma como para el cuerpo.
«Llovió de noche y ahora las nubes se desplazan por el cielo. A veces caen algunas gotas. Estoy de pie bajo un manzano que está terminando de florecer, y respiro. No sólo el manzano, sino también los pastos que lo rodean, expanden aromas después de la lluvia, y no hay palabras para este sabor dulce y penetrante que impregna el aire. Lo respiro con todos mis pulmones, siento el aroma en todo mi pecho, respiro, ora con los ojos abiertos, ora con los ojos cerrados, no sé cómo es mejor. Tal vez esto sea la libertad, la única, pero la más apreciada libertad, de la cual nos priva la cárcel: respirar así, respirar aquí».
Cuando Alexandr Solzhenitsyn, el escritor ruso, volvía a casa después de un largo tiempo en prisión, escribió estas líneas. Si las transcribo ahora es porque creo ver en ellas uno de los efectos más elocuentes de la libertad: la capacidad de respirar a pleno pulmón.
Pareciera una broma, y, sin embargo, así es: el hombre libre se delata por su respiración, así como el hombre atormentado se delata por su rostro. Sólo los hombres libres respiran como se debe.
Lo contrario de la libertad ?al menos de la libertad entendida en un sentido puramente psicológico? es la angustia, que se manifiesta en la estrechez, en la opresión, casi en la asfixia. Ya la misma etimología de la palabra lo dice todo: angustia viene del latín angustus, que significa estrecho, pequeño, reducido. En momentos de gran ansiedad da la impresión de que no somos capaces ni de tragar saliva y, cuando lo logramos, emitimos un ruido muy extraño que según las historietas infantiles suena más o menos así: ¡gulp!. Es como si un ente malévolo se hubiese puesto a anudar una bufanda en torno a nuestro cuello con el único fin de sofocarnos. En alemán, la angustia se designa con la palabra Angst, y ya escuchar esta palabra nos hace pensar en una especie de hueso atorado en la garganta.
«Escúchame en seguida, Señor, que me falta el aliento», clamaba el salmista en un momento de gran aflicción. Al hombre angustiado casi siempre le falta el aliento; literalmente, siente que se ahoga. El médico, al principio, le aconseja hacerse una radiografía de tórax, pero luego tiene que rendirse a la evidencia: el problema no son sus pulmones, sino sus nervios, es decir, la angustia, ese vértigo del alma del que el cuerpo participa. Hasta aquí creo no haber dicho nada nuevo. Lo que para mí sí que constituyó una novedad, fue el haber caído en la cuenta de que la palabra espiritual, que utilizamos a menudo, viene de spirare, que denota la acción de respirar. Esto significa que el hombre que vive del espíritu ?el hombre espiritual, como suele llamársele? es aquel que respira bien, es decir, que se halla libre de toda preocupación porque se ha liberado (o mejor, lo han liberado) de todo aquello que lo oprimía.
Se me hizo claro repentinamente que el que cree en Dios no tiene por qué vivir en la estrechez, y que la fe o es liberadora o no es fe todavía. Cristo lo dijo muchas veces: «No pierdan la paz, ni vivan angustiados. Observen los lirios del campo, que ni hilan ni cosechan. No tengan miedo, pues el Padre de ustedes conoce sus necesidades».
En su libro Reaching out (que fue traducido al castellano con el mediocre título de Abriéndonos), Henry J. M. Nouwen, escribió lo siguiente: «Nosotros somos como asmáticos curados de lo que les angustia. El Espíritu ha curado nuestra pequeñez (en latín ansia se dice angustia, pequeñez) y lo ha hecho todo nuevo para nosotros. Hemos recibido un nuevo aliento, una nueva libertad, una nueva vida. Esta vida nueva es la misma vida de Dios»…
Le decía hace poco a un amigo mío sacerdote que nuestras predicaciones, nuestras catequesis y nuestros discursos olvidan muchas veces esta dimensión liberadora de la fe: insistimos en «las verdades que hay creer», en «el dogma que hay que custodiar» y en «la recta doctrina que hay que enseñar», pero casi nunca hacemos ver que esta verdad, este dogma y esta doctrina son eminentemente saludables tanto para el alma como para el cuerpo.
Este mismo amigo ?según me contó? fue a visitar un día a una mujer que agonizaba desde hacía varias semanas; le daba miedo morir y eso la hacía prolongar su sufrimiento.
? Tengo miedo, mucho miedo ?le decía a mi amigo-. Creo que no seré capaz de abandonarme… He pecado mucho, padre. He sido una mujer mala, por lo menos durante buena parte de mi vida. ¿Cómo me presentaré así ante mi Dios? Me dirá: «Apartaos, maldita, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles» ?era, en realidad, el único texto de la Biblia que se sabía de memoria.
Entonces mi amigo tomó esa misma Biblia que aquella mujer tanto había leído durante su enfermedad y leyó para ella en voz alta:
? «¡Levántate, amada mía, hermosa mía y ven a mí! Porque ya ha pasado el invierno, las lluvias han cesado y se han ido, brotan flores en la vega, llega el tiempo de la poda, el arrullo de la tórtola se deja oír en los campos… ¡Levántate, amada mía, hermosa mía y ven a mí! Paloma mía que anidas en los huecos de las peñas, en las grietas del barranco, déjame ver tu figura, déjame escuchar tu voz, porque es muy dulce tu voz y muy hermosa tu figura. ¡Levántate, amada mía, hermosa mía y ven a mí!» (Cantar de los cantares 1, 8-14).
? ¿Eso también está en la Biblia??preguntó la mujer.
? También éstas son palabras de Dios ?dijo mi amigo, y repitió una vez más: «¡Levántate, amada mía, hermosa mía y ven a mí!».
La mujer cerró los ojos y respiró profundamente. Fue, en realidad, su último suspiro. Ya no tenía miedo ni siquiera a la muerte. Por fin era libre.
P. Juan Jesús Priego

No hay comentarios: